jueves, 12 de junio de 2014

El río y las cuatro culebras

Aquellos varones habitaban en la tierra, aunque se creían dueños del cielo cuando las cascadas de agua caían para refrescar las vidas, pues dependía de su humor y estado de animo para saber que cuando las mentes se humedecían con cautela era por su alegría y cuando no desamparaban los oídos entre ondas estruendosas unas tras otras. Querían dominar, pero nadie les obedecían, querían atemorizar y pocos les temían. Querían ser vistos y escuchados, y era así como se mostraban, eran llamados los truenos. Si, ellos eran los de afuera, los extranjeros, los serranos.

Santa Inés, bella por el agua que corre, su espeso y ligero río Atoyac ambulante entre campos y cerros febriles poco calcinados, a cuestas con piedras que parecían diamantes al besar el sol y arena aterciopelada que tapizaban su agua cristalina. Santa Inés aun no dejaba de ser tan santa, las personas descalzas con sus rutinas hogareñas, con sus vaivenes y quehaceres, esperando el día en que el intercambio llegara y el dinero de sus pagas se gastaran, a lo mejor en ropa o en fruta que al llegar a sus bocas dejaba caer un liquido agridulce que contentaba la lengua. Día en que los serrano otra vez venían a vender sus ganados o su comida. Esta era la plaza de siempre, el lugar de siempre, el trueque de siempre, rutas y casa de siempre, niños, mujeres, hombres, hombres que esta vez fueron cegados por el placer.
Al terminar el día de plaza los habitantes del pueblo se aliaron con la noche, provocando a los serranos un sueño largo, profundo y duradero al lado de sus esposas. Así que mientras los serranos dormían, aquellos hombres envolvieron sus manos como serpientes entre las faldas de aquellas esposas indefensas tomaron sus piernas y abusaron de su aparente inferioridad. Cuando los serranos despertaron de ese sueño traidor enterados del suceso, enfurecidos y humillados, tomaron a sus esposas y las llevaron de regreso a sus tierras, sin antes advertir que el pueblo pagaría por la humillación a esas familias.

Cuando los serranos y sus esposas llegaron a sus tierras, entre gritos y susurros que maldecían pero que solo ellos entendían se reunieron en la noche y juntaron gran cantidad de palma que ocupaban para hacer sombreros, su mejor ganado de toros y de cuches, y miles de espinas tan finas, resistentes y afiladas que parecían agujas.
Tejieron con las manos, con los dedos, palma a palma, haciendo una especie de pequeño túnel. Los toros y los cuches fueron desmembrados y después unidos cada especie formando su propio cuerpo cada uno con una sola y gran cabeza, una sola piel y una sola cola, formando entonces dos cuerpos diferentes (uno de cuche y otro de toro). Las espinas fueron pegadas como escamas una a una con savia de brutales árboles. Esa noche, sus manos no dejaron de trabajar, terminado el trabajo, echaron a cada ser en sus hombros; serranos, sus esposas y niños, caminando hasta dejarlos posar en las profundidades del río y entre palabras desconocidas, ritos y hechicería, cada ser iba tomando vida y forma, eran cuatro feroces culebras que iban a vengar lo que aun no se resolvía… los cielos comenzaron a tronar…

Dama Azul.

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